Aún hay esperanza

Acaban de aprobar en el Senado la nueva reforma laboral. Una vez más, el Gobierno ha sacado adelante sus planes gracias al absentismo de los nacionales catalanes y vascos, y sin duda septiembre –con una huelga general en marcha- será un mes tenso para los políticos, sindicatos y trabajadores, que son los principales perjudicados.

Mientras sigo leyendo la noticia, me sorprende que el texto aprobado incluye ‘la reducción de 100 a 30 días de período de gracia del que disponen los parados para rechazar un trabajo o curso’. Es decir, hasta ahora un parado podía permitirse el lujo de cobrar el paro, después la ayuda y además rechazar ofertas de trabajo durante 100 días si no las consideraba lo suficientemente interesantes para su nivel, mientras otras personas con ganas de trabajar no consiguen siquiera una entrevista. Y, por supuesto, son los primeros en quejarse de lo mal que va el país, lo mal que gobiernan los que están (sin importar los que sean), y a ser posible con una cerveza en la mano rodeado de amigos en el bar.

Por lo visto los sindicatos quieren negociar porque no están contentos, claro, y mucho menos los parados, cómo no; los únicos que parecen estar contentos hoy en día son los que disponen de un sueldo a final de mes, sin mirar demasiado su cartera llena de títulos, diplomas y valores, o su futuro laboral, basándose más en la realidad económica presente que padecemos todos. Supongo que la diferencia, al final, entre los que trabajan y los que no es una simple cuestión de voluntad, empeño y probabilidades: cuántas más puertas llames, más probabilidades tendrás de encontrar trabajo; cuántas más cervezas tomes en el bar, menos probabilidades tendrás de encontrar trabajo, aunque eso sí, seguramente harás más amistades.

A veces creo que en lugar de evolucionar, con el conocimiento que otorga los años y las experiencias y toda esta tecnología que nos rodea, vamos retrocediendo cada vez más en el tiempo. De hecho he tenido la oportunidad de poder comprobarlo personalmente esta misma semana.

Cada mañana cojo el tren en la misma estación, casi siempre a la misma hora, y casi siempre también observo al mismo hombre, con un porte y elegancia digno de admiración, saltar por encima de los tornos, supongo que por rebeldía –no sé- y no por una mera cuestión económica. El otro día a última hora de la tarde volví a la estación y en esta ocasión, mientras subía por las escaleras mecánicas, observé a tres niños en ese mismo torno; dos ya lo habían pasado (no llegué a ver si pagando o no) y el tercero estaba pasando la tarjeta justo cuando llegué al vestíbulo pero no le dejaba pasar; la prisa de los otros dos niños y el tren en el andén no le inquietaron, y tras intentarlo un par de veces más, lejos de saltar el torno y salir corriendo como haría cualquier niño de su edad, o ese hombre que veo habitualmente por las mañanas, el niño se fue tranquilamente a pedir explicaciones a la taquilla.

Reconozco que me sorprendió, incluso me alegró porque pensé que aún quedaba esa esperanza de tratar de hacer las cosas bien. Supongo que también es porque no puedo decir que yo de pequeño hubiera actuado del mismo modo, sobre todo cuando al cruzarme con él observé que la taquilla estaba cerrada, por esa fabulosa atención al cliente que nos dirige a una máquina expendedora de billetes o en su defecto, cuando está, al vigilante de seguridad.

No quise mirar atrás y ver la decisión que tomó aquél niño, pero cualquiera que fuera estuvo bien. En ese momento en el que salí a la calle y estaba oscuro, recordé una vez más al hombre que habitualmente me encuentro por las mañanas, y fue cuando caí en la cuenta de que, al igual que esta metáfora, cuanto más pasa el tiempo peor hacemos las cosas.

En realidad no sé vivo en el presente de ese hombre, que cuando era niño perdió la paciencia en ese mismo torno, o en el pasado de ese niño que una vez fue responsable como sus padres le enseñaron. De cualquier modo, uno está acostumbrado a ver a hombres comportándose como niños cada día, por lo que prefiero pensar que me encontré a un niño actuando como el buen hombre que será de mayor; aún hay esperanza.

http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/59050

No me he vuelto loco, aunque podría hacerlo y alegar locura transitoria o algo así, coger un coche y atropellar a mi mayor enemigo, entre otros muchos delitos menores cuya lista sería casi inacabable. Podría convertirme en delincuente por una vez en la vida, acudir a un juicio y aún siendo declarado culpable, si se tiene el cuidado suficiente para que la pena sea inferior a dos años y uno carece de antecedentes penales no iría a la cárcel.

Hay precedentes más que suficientes para salir indemne de tantas sentencias incomprensibles, que asustaría a las personas de bien que se detuvieran a pensar un segundo del riesgo que corremos cada vez que salimos a la calle. Cada vez que nos cruzamos con una persona excesivamente nerviosa, con ganas de divertirse (como la moda de pegar a la gente sin ton ni son por la calle, grabarlo en vídeo y colgarlo en Internet), o simplemente con alguien que roba por cualquier tipo de necesidad…y vuelve a salir a la calle.

Las ciudades están llenas, cada vez más, de este tipo de personas y los jueces, que al igual que la Policía se supone que están para proteger al ciudadano, permiten que actúen con total impunidad.

Esta semana me ha indignado leer en la prensa otra vez la frase ‘sin antecedentes penales y una pena inferior a dos años’, pero como en esta ocasión no se trata de un famoso al que aleccionar públicamente, sino de una anónima mujer británica que abandonó a su hija en una playa de Tarragona para irse de copas a un bar, tras un juicio rápido y una sentencia de 6 meses de prisión la mujer en cuestión ya goza de total libertad. ¿Hasta cuándo esta permisividad delictiva?

http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/58852

Otro lunes cualquiera

Compañera usted sabe que puede contar conmigo
no hasta dos o hasta diez
sino contar conmigo.


De “Hagamos un trato”, Poemas de otros (Mario Benedetti)


Los lunes nunca son un día cualquiera; dependiendo del estado de ánimo de cada uno suele ser el mejor o el peor día de la semana, pero no un día cualquiera.

El lunes es el mejor día para madrugar más de lo habitual, desayunar fuerte acompañado de unos versos de Benedetti y ajeno a las noticias matutinas, que ya se abrirán paso durante la semana, mientras el olor a café recién hecho te carga las pilas.

Nada puede salir mal: ni los recuerdos del mosquito tigre en tu pierna ni las caras largas en el trabajo, ni ver desierta la ciudad poblada de tiendas vacías cuando salgas a pasear. Ni siquiera la previsión de mal tiempo es suficiente, porque basta salir con un paraguas a la calle para que el sol se imponga de forma autoritaria ante tu tímida indecisión.

En estos días de agosto, donde el último recuerdo del día es una taza de rooibos helado para combatir el calor y el insomnio, todavía quedan personas que se encuentran una maleta con 3.250 euros y la devuelve íntegra en la comisaría. Para que luego digan que la prensa sólo trae malas noticias.

El virus del miedo

La OMS ha anunciado el fin de la pandemia de gripe A, que dejó 19.000 muertos en todo el mundo, una cifra que sin embargo ahora resulta insignificante en comparación con las 500.000 muertes por gripe común o el millón de vidas que se cobra cada año la malaria. Se acabó el pánico de antaño, cuando el mundo se venía abajo mientras la industria farmacéutica hacía caja. Ahora que no hay peligro, en España tenemos que tirar a la basura los 266 millones que el Gobierno se gastó en los 37 millones de vacunas, de las cuales tan sólo se utilizaron 3 millones, en medio de una crisis que no termina de remontar.

Pero la gripe A no fue nada. Se avecina un virus todavía mayor y silencioso, lo que hace que aún sea más peligroso, que amenaza septiembre como cada año aunque éste se antoja peor. Dentro de unas semanas recibiremos datos desoladores en la primera página de los periódicos y telediarios; cifras de los muertos en carretera, el porcentaje de aumento de los divorcios y la previsible subida del paro en un mes en el que se terminan muchos contratos temporales.

Se dice hay un nuevo virus, del que nadie habla en voz alta pero que todo el mundo conoce. Hace unos años que, poco a poco y sin darnos cuenta, venimos escuchando que la depresión es la epidemia del siglo XXI. Con éste, sin embargo, no interesa alarmar demasiado para alargar el beneficio lo máximo posible. Una vez más, la industria farmacéutica se encarga, cómo no, de suministrar el remedio a través de antidepresivos y otros fármacos que recetan los psiquiatras, no sin antes la cita previa de rigor con el psicólogo, esa persona que actúa como el amigo de toda la vida que te escucha con la diferencia que éste mira el reloj sin vergüenza, cobra y te deriva al médico que te abre el camino a la farmacia.

Tengo la impresión de que en realidad la depresión no existe, que es sólo un problema que se inventó y con él, la medicación supuestamente adecuada para combatirlo –como la gripe A-, cuando en realidad la epidemia del siglo XXI no es más que el chollo de los mismos de siempre. Ya digo que sólo es una impresión, aunque quizás es cierto que existe la depresión y el virus se filtra en el organismo a través de la tinta de los tatuajes, el moreno de los rayos uva cuando desaparece, las letras de los libros que leemos o las tonterías que escuchamos a diario en muchos programas de la televisión..

No obstante, de un tiempo a esta parte se han perdido los valores tradicionales, así como la educación y el respeto por las personas, sobre todo por parte de la juventud. Las ciudades se hacen más grandes y cada vez hay más gente sola; la televisión ejerce de ansiolítico a los que se resisten a caer en la tentación farmacéutica, o quienes no pueden permitirse las costosas consultas privadas. Tal vez éste sea el origen de todo.

Aunque el verdadero virus, ése que es tan silencioso, no es otro que el conformismo. Todos lo llevamos dentro: lo introduce en nuestro organismo la propia sociedad, a través de las pasarelas de moda o las campañas de publicidad –entre otros- cuando crean estereotipos que diferencian a unas personas de otras. Tarde o temprano se activa en todos y cada uno de nosotros, basta con ponerse delante de un espejo para saber en qué estado se encuentra y qué antídoto hay que aplicar. Algunas personas se curan haciendo deporte, comprando zapatos y bolsos o celebrando victorias deportivas en las que no son partícipes físicamente, pero sí de corazón. Otros también lo hacen mirándose dentro de sí mismos, donde nunca creyeron que había nada que ver.

http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/58614

Equivocaciones

Muy a menudo el concepto de una equivocación resulta ser algo negativo, y según el contexto hasta catastrófico. Hay equivocaciones de las que uno no se da cuenta hasta que pasa el tiempo; casi siempre resultan ser las mejores, aunque cuando se descubren parezca imposible pensarlo.

Hoy cogí un tren en dirección a un lugar del que hacía por lo menos tres años que no visitaba. No tenía la certeza de que fuera mi tren, sólo que iba en la dirección que yo quería. Pero por lo visto en tres años cambian muchas cosas, y el mismo tren que tiempo atrás iba hacía un lado del Vallés, ahora resulta que ha cambiado su ruta. Como nadie en el vagón se extrañó, protestó o montó en cólera, entendí que fue un error mío y me bajé en la primera estación con la primera intención de dar la vuelta y volver al punto de partida… pero la tarde iba a resultar mucho más interesante.

Sin saber muy bien por qué, decidí quedarme en ese lugar, que también conocía, y pregunté cómo llegar a una determinada calle a la primera persona que pasó por delante. Se puso las manos a la cabeza, casi literalmente, y le entraron los sudores al pensar que ese lugar estaba a 2.5km, y sin dar crédito ni mucho menos pedirlo, me invitó a subir al coche y acercarme amablemente. El coche, además, resultó ser un descapotable, de esos sin luna delantera que yo digo ‘de pueblo’ (por mi absoluta ignorancia hacía el mundo del motor).

Una vez llegué a mi destino, aún sorprendido por haber encontrado vestigios de solidaridad ante un desconocido en los tiempos que corren, emprendí mi camino calle arriba. La primera impresión que tuve es que me había equivocado, primero de tren y después en la decisión de quedarme, pero sin ello no habría tenido esa bocanada de aire fresco de la que tan poco estoy acostumbrado no sólo a recibir, sino a observar en mi entorno.

De nuevo volví a equivocarme, en esta ocasión al tener ese instante de negatividad… de ese optimista con experiencia que siempre me consideré. A los pocos minutos me di cuenta que iba a ser una de las mejores tardes que recuerdo, especialmente a última hora, donde tuve la suerte de tener una agradable conversación con un par de personas, desconocidas por completo, que hicieron que en el viaje de vuelta a casa –esta vez en autobús- tuviera una de las mejores sensaciones que recuerdo en los últimos tiempos.

Y con ello una lección, no digo que nueva porque nueva no es, pero sí viene bien recordar este tipo de lecciones de vez en cuando.

Facilidades de pago

Qué fácil sería si, como ocurre con las compras, las personas fuéramos capaces de ofrecer facilidades de pago entre nosotros; como si de pronto un día respondiéramos con un abrazo a quien busque la complicidad con su sonrisa, en lugar de pegarle un tortazo con esa mirada que tiene la gente cuyo trabajo es vender sus miserias a precio de liquidación por cierre de amabilidad.

Facilidades de pago

Qué fácil sería si, como ocurre con las compras, las personas fuéramos capaces de ofrecer facilidades de pago entre nosotros; como si de pronto un día respondiéramos con un abrazo a quien busque la complicidad con su sonrisa, en lugar de pegarle un tortazo con esa mirada que tiene la gente cuyo trabajo es vender sus miserias a precio de liquidación por cierre de amabilidad.

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