La travesía

Se llamaba Soledad y estaba sola, como un puerto maltratado por las olas (Joaquín Sabina).

Durante muchos años vivió en un barco de crucero, uno de esos barcos que se llenan a diario con personas en busca de los destinos más turísticos y comerciales. Trabajaba seis meses al año y nunca estaba sola. Siempre se rodeaba de los compañeros de trabajo, siempre hombres, pues de entre las mujeres que ahí trabajaban era la más guapa y simpática, la que despertaba más envidias. Nunca le faltó un cuerpo que acariciar cuando llegaba la primavera y terminaba el verano. Siempre supo seducir a los hombres más atractivos y ellos siempre le regalaron enormes ramos de rosas, cajas con los bombones más exquisitos y una botella de champagne francés junto a la cual nunca le acompañaban dos copas.

Durante esos meses ganaba más dinero que en cualquiera de sus trabajos anteriores, pero apenas lo gastaba. Ésa era su norma, ahorrar e invertir su tiempo libre en leer libros, escuchar música o ver películas. En el barco tenía mucho ocio del que disfrutar sin necesidad de gastar dinero.

Cuando llegaba el otoño se quedaba sin trabajo. Y durante los siguientes seis meses hasta la próxima primavera, se dedicaba a viajar por el mundo. Siempre lo hacía sola, porque después de muchos viajes frustrados con gente que conoció, aprendió a sobrevivir por sí misma sin depender de nadie.

Durante esas temporadas de otoño, a lo largo de lo años desde que redirigió su vida, jamás se acostó con ningún hombre. Tenía una norma, un sueño -absurdo para algunos-, y era no tener relaciones sexuales con ninguno que únicamente buscase eso en ella. Para eso ya tenía suficiente con los hombres que conocía en el barco y le ayudaban a desconectar del trabajo de vez en cuando.

Cuando conocía a alguien, intimaba pero nunca llegaba hasta el final. Para cerciorarse de las intenciones de cada uno, no había mejor método; si desaparecía, no era amor, y si se quedaba… bueno, ninguno llegó a quedarse el tiempo suficiente para averiguar lo que se debía sentir entonces.

Es por eso que Soledad seguía trabajando en el barco durante seis meses, y los otros seis meses los dedicaba a viajar por el mundo entero, en busca de ese hombre que, una vez encuentre, sabrá darle todo su amor a cambio de su tiempo. Nunca estableció una duración, pero estimó que depende de cada hombre, puede ser entre unos pocos días y muchas semanas, o meses. Ella buscaba un amor verdadero. Un amor casi inexistente.

Pero la última primavera no volvió al barco. Los que la conocían dicen, tal vez, que en alguno de sus viajes conoció a Juan Luís Guerra, y éste, tan sorprendido como ella, le dedicó la canción que muy probablemente le inspiró:

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